(Inspirado en el cuento "Continuidad de los parques" de Julio Cortázar)
Las letras impresas se apoderaron de su conciencia por unos minutos. Entraron no sólo por sus ojos; su piel toda, su olfato y hasta sus papilas gustativas fueron víctimas de lo que leía. Tocó cuidadosamente ese libro de hojas amarillentas, húmedo. Sintió el rozar de sus dedos por el papel débil y añejo. Acercó su nariz para sentir desde bien cerca el penetrante aroma del tiempo. No le costó imaginar las expresiones de los lectores que lo antecedieron: rictus meditabundos, expresiones desconcertadas, asombros disfrazados, hombros encogidos, almas en remojo. Parecía que ese libro, tantas veces sustraído, tantas veces depositario de angustias y consuelos, quisiera decirle algo más de lo que él estaba leyendo. Un cuento dentro de otro cuento. Pareciera como que cada lector anterior de ese mismo ejemplar haya dejado algún grafismo señal –ya sea una lágrima caída, un doblez de hoja o una marca de lápiz– cuyo objetivo era aportar un signo más que formaría parte de un mensaje eterno e interminable. Y ahora, es a él a quien le corresponde dejar su impronta para la posteridad o para el próximo socio de la biblioteca.
Su mirada se detuvo en un relato en particular. El lector impávido sintió cómo el lector impávido se dejaba arrastrar por un mar de intrigas, de traiciones, de arroyos de serpientes. Leyó cómo el personaje principal abandonaba su ajetreo cotidiano y se refugiaba en un sillón o en un puñal tan frío como la tarde. Se sorprendió por el intrigante título, pero pronto descubrió el porqué. Y así, sin más, adquirió la personalidad del protagonista y sintió el nudo en el estómago que le causaba la búsqueda de una mujer por una casa misteriosa, con los cigarrillos a mano, la mirada en los robles de allí fuera o en la escalera alfombrada de la entrada. Se estremeció al darse cuenta de que las dos habitaciones estaban vacías, excepto la sala que tenía vista al parque y este salón lleno de gente leyendo en silencio. Su mirada se pobló de nerviosismo al comprobar que empezaba a anochecer y tenía que hacer uso de su frío puñal, tal como había planeado, así como también debía vigilar que nadie pasara por la puerta que estaba detrás del alto respaldo de su sillón favorito y, además, debía recordar devolver este mismo libro en tres semanas. La impaciencia por alcanzar el inminente final se hizo evidente, el protagonista devoró las últimas líneas de la historia con fanática fruición, después se acordó de una amante que nunca tuvo y finalmente encendió un cigarrillo en un lugar público como aquel que, a pesar de todo, seguía teniendo excelentes vistas al parque.
Su conciencia fue secuestrada por esas letras perpetuas y certeras, letras que estaban dispuestas a negociar y a pedir un rescate demasiado alto para devolverlo a su mezquino mundo de siempre. Quizás sea la primera vez que la víctima no desea ser rescatada. ¿Cuál de todos es el secuestrado, cuál de todos el secuestrador?
Si alguien se atreviera alguna vez a escribir algo sobre este relato, sumaría otra caja china a este interminable juego de cajas chinas, a esta suma inacabable de grafismos, a este intrincado calidoscopio literario.
jueves, noviembre 03, 2005
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