sábado, enero 12, 2008

El islote


Ese día ventoso y lejano até un mensaje a una piedra. Quería que esa habitante del islote de enfrente recibiera mi señal, que supiera que estoy vivo, que sintiera mis latidos. Escribí con la poca tinta que me quedaba y con una pluma de águila en un trozo de papel húmedo. Lo uní a la piedra con un poco de cuerda. La isla de enfrente parecía alejada, pero yo estaba seguro de que la piedra llegaría y que ella podría leer mis pensamientos. Durante días me dediqué a juntar las fuerzas necesarias para que, en el instante del lanzamiento, la piedra atravesara el estrecho y llegara a la pequeña playa. Pero mientras me concentraba, dudaba. Sabía que era el único papel que me quedaba, había agotado toda la tinta en esas palabras tan profundas. Y también temía que, al arrojarla, le diera en la cabeza y la hiriera, o la matara. La duda crecía y así pasaron semanas, meses, años. Mi conciencia oscilaba entre el miedo y mis deseos de acumular fuerzas. Ya ni me acordaba lo que había escrito. Así fue que, una triste mañana, cuando ya me había decidido a enviarle mi mensaje, la marea subió. Oteé el horizonte, la isla de enfrente ya no estaba, ella había desaparecido. Lo último que recuerdo son mis pies agitándose entre un banco de algas, mis pulmones desesperados y un pedazo de papel que se hundía en el mar asesino. Un papel en blanco, sin piedra, cuyas palabras el tiempo se había encargado de llevarse para siempre. Y de no devolverme nunca más.

No hay comentarios: