miércoles, noviembre 29, 2006

¿Quién ha dicho que los latidos no son sordos?

Hay fulgores que se pierden como arena de desierto. Arena que sopla y te escupe en los ojos cual si látigos. Pero no lloras.

La tempestad acaba y sientes las horcas aflojar. Y, como hadas, las brisas añoradas vuelven a acariciarte. Cómo sábanas blancas.

El fuego de esta hoguera fue apagado (vaya paradoja) por esas brisas. Los días pasaron montados a caballos diabólicos guiados por jinetes sin retina, apocalípticos.

Las manos sucias de barro se hundían en tu pecho, desmembrando esternón, destrozando pulmones, solamente para apoderarse de un estúpido bombeador sanguinoliento.

Esos duendes que suelen salir de sus cuevas los días menguantes, clavando una y otra vez sus hachas de ese color tan particular.

Y tú ahí, esperando el próximo tren.

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