domingo, marzo 18, 2007

De magias y horizontes



Abel soñaba a menudo con alfombras mágicas. Cuando era niño y estaba a punto de dormirse –y, quizás, para aplacar esta pequeña angustia que todos solemos sentir frente a la oscuridad de la noche onírica– Abel imaginaba que sobrevolaba la ciudad en su alfombra con motivos persas, como ésa que veía en la tienda de la esquina. Pasaba por encima de los barrios más peligrosos de la ciudad con una orgullosa valentía, era de noche, hacía frío, pero él estaba seguro allí arriba, mirando con altivez los objetos y personas que se movían como hormigas. Abel creció y se acostumbró a utilizar esa imagen inocente todas las noches para conciliar el sueño y desatormentarse un poco de sus pensamientos de persona despierta. Pero ésa no fue la única alfombra mágica de su vida. Cuando conoció a Glenda, Abel se subía encima de ella para volar e ilusionarse con alcanzar una Atlántida perdida, encontrarse con millones de arco iris que seguramente le pertenecían. También, en esos momentos en que la soledad lo invadía todo, cerraba bien fuerte los ojos y se relajaba en el sitio en el que se encontrara –una oficina, un sofá, una playa, una montaña–y volvía a sus recurrentes sueños infantiles para encontrar la tierra prometida a bordo de esa tela bordada en algún enigmático reino de cuento. La alfombra adoptaba diferentes formas. De madre, de billete, de objeto banal, de alarido, de gota. Pero, al igual que todas las cosas mágicas, la alfombra puede desaparecer cuando uno menos se lo espera. Abel cayó varias veces desde alturas descomunales a la superficie, muriendo y reincorporándose una y otra vez, para volver a encontrar nuevas alfombras mágicas que lo lleven, por fin, a esa tierra inconquistable que seguramente existe en algún punto lejano del horizonte.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Blackbird singing in the dead of night
Take these broken wings and learn to fly
All your life
You were only waiting for this moment to arise
val