miércoles, febrero 20, 2008

Condena (fragmento)





–Que pase el acusado.

Leopoldo Becerra entró en el estrado con las manos esposadas tras su espalda y la cabeza gacha. Un murmullo cortó la escena en dos, como una afilada navaja. Fue ubicado en la tarima a la vista de todos cuando, en ese momento, el juez volvió a hablar.
–Han pasado varias semanas desde el comienzo de este juicio. Ya sé que éste no es el método adecuado, pero a la vista de que sus crímenes han sido tan espantosos e inhumanos, esta corte dio su aprobación para adelantar el proceso y formular el veredicto ahora mismo: el jurado lo encuentra culpable de utilización indebida de palabras, de asesinatos gramaticales, de aberrante flagelación narrativa. Por todo esto, señor Becerra, este magistrado lo sentencia a reclusión de por vida y prohibición perpetua de cualquier tipo de manifestación literaria. Caso cerrado.

Leopoldo sintió retumbar en su cerebro, y durante varias semanas, el golpeteo del martillo que determinaría a la postre el resto de sus días. Agachó aún más la cabeza y se tragó un llanto que necesitaría expulsar de cualquier manera. Pero fue valiente. El jurado se retiró satisfecho por el deber cumplido, y los asistentes comenzaron a delinear las más variopintas opiniones. Un policía gordo y hediondo se acercó al escritor y le puso una mano en el hombro para llevárselo. “Se hizo justicia, criminal”, diría tajante.

Leopoldo Becerra fue confinado de inmediato en una casa de las afueras de la ciudad, bajo vigilancia permanente. Viviría su aislamiento en ese sitio, en el destierro, lejos del alcance de cualquier instrumento con el que pudiera forjar para la posteridad su ansia creativa. Nunca se preguntó porqué lo enviaron allí, a una casa convencional –en la que la luz del sol lo invadía todo y en verano la brisa se colaba por las grietas de la puerta– y no fue trasladado a una húmeda y oscura celda. A toda hora un oficial lo controlaba, uno de esos guardias novatos que creen ser los dueños del mundo sólo por tener un arma que les cuelga de la cintura. Era demasiado joven para trabajar de eso; unas tímidas huellas de acné delataban su candidez. Esa vigilancia sería la mejor manera para que Leopoldo cumpliera su condena a rajatabla, hasta el final. La comida le era entregada sin ningún tipo de envoltorio de papel. Bajo ningún concepto se le permitía recibir instrumentos de escritura, ya sean lápices, bolígrafos o plumas. Tampoco se le facilitaban elementos punzantes con los que pudiera tallar en la pared algún tipo de historia o poema. Por las noches se interrumpía el servicio de luz, y solían ponerle música apacible para que conciliara el sueño con más facilidad. Así tendría menos tiempo para pensar.

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