domingo, febrero 03, 2008

¿Quien quiere mi muerte?

Hace unos días encontré un sobre en el buzón de la casa donde vivo con esta carta anónima. Más que una carta, es una especie de diagnóstico o estudio sobre (creo) mí mismo. Sobre mi pasado, mi presente, mi futuro, sobre aspectos personales que ni siquiera sé si son ciertos. No sé si quemar esta maldita carta.


"Gregorio Aurelio Jebluss, 33 años.
Nacido en Ginebra el 14 de abril de 1967.


Aunque aparentemente parece una persona corriente, por no decir “normal” (¿qué es en definitiva una persona “normal?) Gregorio tiene ciertas paranoias que le motivan a tener actitudes raras, diferentes, sospechosas. Cree que alguien lo vigila todo el tiempo, que esa vigilancia está omnipresente y que está dominado por alguien superior, que no es exactamente un dios, porque él es ateo acérrimo. Cree que hay alguien que dirige su vida, como una especie de creador poderoso que lo maneja a través de un joystick eterno. Todas las cosas que hace, que deja de hacer, que piensa y que deja de pensar, todo está condicionado por esta paranoia. Esta paranoia lo persigue desde su temprana infancia. Al principio no era más que una inquietud. Cuando jugaba al fútbol con sus amigos, pateaba y la pelota se iba lejos, muy lejos de la portería y él había puesto todo su empeño en practicar durante la semana para patear y marcar el gol, habiéndose concentrado antes de patear en pegarle en el centro de la pelota con el empeine, dándole la fuerza que él consideraba necesaria, pero la pelota se iba por lo alto, en ese momento Gregorio pensaba que ese ser que lo manejaba desde una dimensión paralela tenía ganas de hacerle una broma de mal gusto. “Quizás se levantó gracioso hoy”, pensaba. Pero al principio no fue más que una inquietud. Pasaron los años esa inquietud devino en pseudo locura. Había decidido no contárselo a nadie, pero era imposible que la gente que frecuentara no se diera cuenta. En su casa su madre se daba cuenta que, a cada rato, Gregorio se giraba imprevistamente apuntando hacia el aire con su dedo índice para ver si lo vería o, a lo sumo, se anticiparía a alguna de sus ocurrencias. Su deseo era utilizar esa frase que tantas veces ensayó y que tenía preparada desde hacía años “¡Te he pillado, cabrón!”. Sus amigos no entendían por qué caminaba tan lento por la calle, por culpa de él siempre llegaban tarde a todas partes (según él, el andar despacio era una estrategia para que las decisiones de ese ser superior y poderoso fueran más previsibles, y de esa manera, poder evitarlas).
Sus parejas lo abandonaban enseguida cuando él, en pleno acto sexual, gritaba mirando al techo cada diez minutos cosas como “Aquí no te metas, desgraciado”, “no me das ni un minuto de intimidad”, o “¡Qué! Te doy envidia, eh!”. Así consultó ejércitos de psicólogos, psiquiatras, religiosos, monjes budistas, gurús… pero nadie pudo resolver su problema existencial. Fue entonces que, una tarde de febrero, pensó que había encontrado la solución. La única manera de sortear las decisiones de ese personaje eterno que condicionaba su vida era apartándose de la sociedad, alejarse de todo y de todos, y crear de esa manera un mundo propio, con sus propias leyes, horarios, tiempos y normas. Un mundo en el que él era gobernante y gobernado, rey y súbdito, hombre y objeto. Por eso un día, sin reflexionarlo mucho, abandonó todas sus cosas, su carrera, su familia y se fue a vivir a una casa en medio de la montaña. Él sólo. Sin objetos. Sin electricidad. Sólo el techo y las paredes. De esa manera, pensaba, el individuo aquel no tendría oportunidades para condicionar su vida, porque no tendría ni objetos ni personas cercanas de qué valerse para hacerlo. En esa casa de montaña sufría terrible frío en invierno y sofocante calor en verano, pero no le importaba, estaba feliz eludiendo las decisiones del personaje omnisciente. Bajo ese techo pelado sólo había una silla, el único objeto que se permitió tener, solamente para sentarse por la tarde a pensar. El resto del día se dedicaba a recoger hierbas silvestres que le servirían de comida y por la noche a dormir. Estaba satisfecho con su nueva vida. Pasaron así meses, meses que se acomodaron uno detrás del otro para convertirse en años. Y en lustros. Y en décadas. En todo ese tiempo, Gregorio jamás volvió a ver a nadie, ni a ser propietario de ningún objeto, salvo esa vieja silla. Una lluviosa noche, cuando estaba dedicándose a pensar sentado en su único mueble, viejo y moribundo, a Gregorio le vino una idea fugaz, como un relámpago. Pensó si esa decisión de apartarse del mundo, tomada hace ya cuarenta años, no habría sido también digitada por ese individuo superior, que lo había encerrado en un guión eterno durante los primeros 33 años de su vida. Y quizás no estaba allí por su propia decisión. Quizás ese guión que le hizo desviar la pelota hacía ya sesenta años todavía estaba siendo escrito...

Pero finalmente no tuvo tiempo de sacar ninguna conclusión al respecto. Gregorio se iba a quedar siempre con esa duda: la muerte llegó en el momento adecuado..."

No hay comentarios: