sábado, marzo 22, 2008

Vuelvo

Vine en busca de las primeras orillas. Me siguen temblando las manos, aunque al menos ya no me sangran. El mar rabioso y el viento que dibujaron estas arrugas siempre han querido impedirme el regreso. Maniobrar la nave fue un martirio: sujetos a la madera del timón, los dedos me sangraban por las astillas que se hundían en mi piel. Los hechos, como fotogramas, se sucedieron con sorprendente exactitud: cada dos días una tempestad, una más furiosa que la otra. Y yo, nuevamente, a recomenzar la labor de desplegar las velas y correr hacia la proa. Aún me sigue doliendo el pecho, esta vez el escorbuto invadió todo lo que quedaba de mis pulmones. Tosí, vomité sangre. Pero eso no era motivo para soltar el timón ni para dejar de orientar las velas. Abatido, caí en la cubierta y lloré lágrimas de vidrio. La nave escapó hacia la deriva. Me dormí bajo la lluvia, sobre la madera podrida, y disfruté el andar de las gotas rodando por mi mejilla. Pasé días así, flotando en ese mar oscuro, ese mar que lleva mi nombre. Sin embargo hoy sentí un crujido, la proa chocó contra unas rocas. La playa era un sueño. El sol me abrazó. Mis dolores cesaron. Y en ese momento, mientras despegaba la cara del suelo carcomido, me di cuenta de que había vuelto.

Buenos Aires, marzo de 2008

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